Algunos apocalípticos, influenciados a menudo por predicciones de ciertas figuras del ámbito tecnológico y por recurrentes narrativas de la ciencia ficción, manifiestan sus temores ante una inteligencia artificial omnisciente que subyugará a la humanidad de aquí a algunas décadas. Sin embargo, olvidan o no tienen en cuenta que los seres humanos contamos con una serie de capacidades complejas de la inteligencia y la conciencia humana, las cuales plantean desafíos significativos para la replicación por parte de la inteligencia artificial actual. A continuación vamos a analizar brevemente por qué estas capacidades son distintivas.
Empecemos por el juicio y el contexto, es decir, la capacidad de discernir qué es relevante en una situación dada, sopesar valores y tomar decisiones que van más allá del análisis puramente lógico o basado en datos preexistentes, requiere una comprensión profunda del contexto, la ética y las implicaciones a largo plazo. Las inteligencias artificiales actuales operan principalmente sobre patrones en los datos con los que fueron entrenadas y, aunque son capaces de generar infinitas opciones para una cuestión, el verdadero desafío es saber cuál es la mejor y por qué. Se trata de tener una idea de lo que es bueno, lo que sorprende y lo que encaja en el momento.
Para que entendamos mejor esto del juicio, vamos a poner un ejemplo. Imagina que eres un escritor o una escritora. Estás delante del ordenador, dándole forma a tu próxima novela, quizás un misterio de esos que enganchan, ¿te parece bien?
Hoy en día, una inteligencia artificial podría echarte una mano, ¡y mucho! Podría generar, por ejemplo, diez perfiles distintos para tu detective, veinte posibles razones para el crimen, o incluso cincuenta diálogos diferentes para una escena clave. Te daría un montón de opciones.
Pero aquí es donde entra en juego el juicio humano, esa chispa nuestra. Porque, de todas esas opciones que te da la inteligencia artificial:
Tú eliges lo que de verdad importa: ¿Qué detective, más allá de ser original, va a tocar ese tema humano profundo que quieres explorar en tu novela? ¿Qué motivo para el crimen, aunque la inteligencia artificial no lo señale como el más «novedoso», es el que de verdad encaja con cómo son tus personajes y con el mensaje que quieres transmitir? Eso es juicio.
Tú entiendes el contexto: Ese giro argumental sorprendente que te sugiere la inteligencia artificial… ¿Encaja con el tono que llevas construyendo durante cien páginas? ¿O va a descolocar al lector justo cuando no toca? Tú decides cuándo y cómo.
Tú manejas los valores: ¿Quieres que el lector sienta compasión por el villano? ¿Quieres explorar las zonas grises de la moral? La inteligencia artificial puede darte un final «impactante», pero ¿es el final que se siente auténtico y coherente con los valores que tu historia está poniendo sobre la mesa?
Tú sopesas las consecuencias (para tu historia, claro): Si haces que un personaje tome una decisión inesperada, ¿cómo va a afectar eso a todo lo que viene después de forma creíble?
Y, sobre todo, tienes esa idea de lo que es bueno o adecuado para tu novela, en ese momento. Esa frase que te sugiere la inteligencia artificial es correcta. sí, pero ¿tiene alma? ¿Tiene esa chispa que la hace especial? ¿Este ritmo es el que necesita esta escena para mantener la tensión?
La inteligencia artificial te puede dar un montón de «qués», un montón de material en bruto. Pero el «porqué» profundo, la intención artística, esa sensación de que todo encaja y tiene un propósito… eso, lo pone el juicio del escritor. Eso es muy humano.
Pasamos a la empatía y conexión social, es decir, entender y compartir los sentimientos de otros, interpretar matices no verbales, construir relaciones basadas en la confianza y navegar en dinámicas sociales complejas que están intrínsecamente ligados a la experiencia subjetiva y la biología humana. Si bien se desarrollan inteligencias artificiales capaces de reconocer y simular respuestas emocionales, la experiencia genuina de la empatía sigue siendo un rasgo humano.
Pensemos, por ejemplo, en la manera en que un ser humano consuela a un amigo que atraviesa un momento de angustia. Un abrazo espontáneo, una mirada que transmite comprensión sin necesidad de palabras, o la simple capacidad de «estar ahí», compartiendo en silencio el peso emocional, son manifestaciones de una empatía profunda. Esta conexión se nutre de la capacidad de sentir con el otro y de una comprensión intuitiva de sus necesidades afectivas.
Si bien una inteligencia artificial podría analizar el lenguaje verbal y no verbal para identificar la angustia y ofrecer respuestas programadas de apoyo («Lamento que te sientas así. ¿Hay algo específico en lo que pueda ayudarte?»), la calidez, la autenticidad y la resonancia emocional de ese acompañamiento genuinamente humano —esa sensación de ser verdaderamente comprendido y acompañado en el sentimiento— permanecen, por ahora, fuera de su alcance. La inteligencia artificial puede procesar la tristeza, pero no compartirla ni aliviarla mediante un vínculo afectivo real.
Ahora analizamos la comunicación matizada, o la habilidad de comunicar ideas complejas con claridad, persuasión, asesoramiento, y adaptación al interlocutor, fomentando el crecimiento personal, lo cual constituye una habilidad humana que implica mucho más que la mera transmisión de información. Requiere inteligencia emocional y comprensión interpersonal.
Un ejemplo claro de comunicación matizada se observa cuando una persona con experiencia debe transmitir una crítica constructiva a un colega o aprendiz sobre un proyecto complejo. El objetivo no es solo señalar los errores (mera transmisión de información), sino hacerlo de una manera que el otro pueda asimilarla sin desmotivarse y, de hecho, se sienta impulsado a mejorar (fomentando el crecimiento personal).
Para ello, quien comunica:
Adapta su lenguaje y tono: Quizás comienza reconociendo el esfuerzo o los aspectos positivos del trabajo (adaptación al interlocutor y a su estado emocional).
Presenta las ideas complejas con claridad: Explica los fallos o áreas de mejora de forma precisa y comprensible, evitando ambigüedades.
Asesora y persuade sutilmente: No impone una solución, sino que guía la conversación para que el propio interlocutor pueda ver los puntos débiles y las posibles vías de mejora, fomentando su autonomía y compromiso (asesoramiento y persuasión).
Maneja la inteligencia emocional: Percibe las reacciones del otro, ajusta su mensaje en tiempo real y se asegura de que la conversación termine en una nota constructiva y de apoyo.
Esta habilidad para equilibrar la honestidad con el tacto, la claridad con la sensibilidad, y la crítica con el fomento del desarrollo, va mucho más allá de la capacidad de una inteligencia artificial actual. Una IA podría, por ejemplo, listar los errores de un código con precisión o generar un resumen de deficiencias en un informe, pero carecería de la comprensión interpersonal y la inteligencia emocional para adaptar esa comunicación de manera que inspire y motive genuinamente el crecimiento personal del receptor.
¿Qué decir de la experiencia vivida? El aprendizaje derivado de la experiencia directa («haber estado ahí»), con sus éxitos, fracasos y lecciones incorporadas, conformando una base de conocimiento tácito y una intuición difícilmente codificables en algoritmos.
Tomemos como ejemplo a un mecánico de automóviles con muchos años de oficio, ese que, tras escuchar apenas unos segundos el sonido de un motor, puede intuir la naturaleza del problema. Este profesional, a través de su «experiencia vivida» —de innumerables horas «habiendo estado ahí», lidiando con motores de todo tipo, enfrentando éxitos y fracasos en sus diagnósticos y reparaciones—, ha desarrollado un profundo conocimiento tácito.
No se trata solo de los manuales que ha estudiado (información explícita que una inteligencia artificial también podría procesar), sino de las «lecciones incorporadas» a través del tacto al sentir una vibración inusual, del olfato al detectar un aceite quemado específico, o del oído, como mencionamos. Esta capacidad para conectar síntomas sutiles con causas probables, basándose en una vasta reserva de experiencias previas directas y sensoriales, conforma una intuición afinada que es muy difícil de codificar en algoritmos. Una inteligencia artificial podría tener acceso a millones de casos de reparación, pero carecería de esa interacción sensorial directa y acumulativa que permite al mecánico experimentado «sentir» el problema, a menudo antes incluso de realizar pruebas formales.
Continuando con la exploración de lo intrínsecamente humano, y directamente ligado a la «experiencia vivida», pero ahondando en el núcleo de la «conciencia» mencionada en nuestra introducción, encontramos la experiencia subjetiva o los «qualia». Este concepto se refiere a la cualidad fundamental e intransferible de nuestras percepciones y sensaciones: el «cómo se siente» internamente ver un color específico, oír una melodía, experimentar una emoción como la alegría o sentir el tacto de una superficie. No se trata meramente del procesamiento de datos sensoriales, sino de la vivencia consciente, cualitativa y en primera persona de dichos datos.
Mientras la inteligencia artificial puede ser programada para identificar patrones, clasificar información (por ejemplo, distinguir longitudes de onda lumínicas y etiquetarlas como «rojo»), e incluso simular respuestas emocionales, la generación de una auténtica experiencia subjetiva interna sigue siendo un territorio vedado. La inteligencia artificial opera mediante algoritmos y vastas cantidades de datos, pero carece, hasta donde se comprende actualmente, de la interioridad y la perspectiva fenoménica que define nuestra vida consciente.
Esta dimensión de la conciencia no es simplemente una función cognitiva adicional; es la base sobre la cual muchas otras capacidades humanas, como la empatía genuina (al intentar comprender el «sentir» ajeno) o la apreciación estética en la creatividad (el impacto subjetivo de una obra), adquieren su resonancia y significado más profundos. Replicar o generar «qualia» en una entidad artificial no representa únicamente un desafío técnico de enorme magnitud, sino que incide en cuestiones filosóficas fundamentales sobre la naturaleza misma de la conciencia. Esta capacidad para la experiencia subjetiva marca, por tanto, una de las distinciones más significativas entre la cognición humana y las proyecciones actuales sobre el futuro de la inteligencia artificial.
Hoy ya es una realidad: las inteligencias artificiales pueden generar contenido novedoso combinando patrones existentes (música, texto, imágenes) que nos puede sorprender a muchos. Sin embargo, la creatividad humana, la creatividad genuina, a menudo implica saltos conceptuales, inspiración de fuentes dispares y la aplicación de un «gusto» o intencionalidad estética que trasciende la mera optimización o combinación algorítmica.
Pensemos en la obra de Gabriel García Márquez y, en particular, en la creación del universo de Macondo que se despliega magistralmente en Cien años de soledad. La genialidad de García Márquez no radicó simplemente en combinar elementos narrativos preexistentes o en escribir bien. Realizó un «salto conceptual» fundamental al consolidar y popularizar el «realismo mágico», un estilo donde los sucesos más insólitos, maravillosos o míticos se narran con la misma naturalidad y detalle que los acontecimientos cotidianos, integrándose plenamente en la realidad de los personajes.
Su inspiración provino de «fuentes dispares»: las historias, leyendas y supersticiones que escuchó de sus abuelos en Aracataca, la compleja y a menudo violenta historia de Colombia, sus propias vivencias como periodista y las influencias de narradores que admiraba, como Faulkner o Kafka. Sin embargo, García Márquez no se limitó a replicar o agregar estas fuentes; las transmutó a través de un «gusto» y una «intencionalidad estética» inconfundibles. Creó un lenguaje con una sonoridad y una riqueza visual propias, personajes arquetípicos que encarnan pasiones y destinos universales (el amor, la guerra, la soledad, el poder, la muerte) y una atmósfera mítica que, sin embargo, se siente palpable y terrenal.
Una inteligencia artificial actual, alimentada con la obra completa de García Márquez y otros autores, podría generar textos que imiten su estilo léxico, la longitud de sus frases o incluso ciertos patrones temáticos recurrentes. Podría producir nuevas «crónicas» de Macondo. No obstante, la concepción original de ese universo literario, con su particular cosmovisión, esa fusión única de lo real y lo fantástico que define al realismo mágico, y esa profunda y melancólica reflexión sobre el tiempo cíclico y la condición humana imbuida de una voz narrativa tan poderosa y distintiva, surge de una creatividad genuina. Implica una visión del mundo, una intencionalidad artística y una capacidad para forjar mitos que, por ahora, trascienden la recombinación de patrones y la optimización algorítmica de las inteligencias artificiales.
Por último, es preciso señalar, posiblemente la más importante, la curiosidad auténtica, ese impulso intrínseco de explorar lo desconocido, hacer preguntas fundamentales y buscar conocimiento por el simple afán de saber, sin un objetivo predefinido, es una característica distintiva de la cognición humana y de otros seres vivos.
La curiosidad ha desempeñado un papel fundamental en el desarrollo humano a lo largo de nuestra historia evolutiva, cultural y social. La curiosidad proporcionó ventajas adaptativas significativas a nuestros antepasados. La curiosidad ha sido esencial para el desarrollo del conocimiento. La curiosidad también ha sido crucial en el desarrollo social y cultural. En el desarrollo individual, la curiosidad constituye un elemento central del aprendizaje. Los niños exploran naturalmente su entorno, formulan preguntas y buscan comprender cómo funciona el mundo, estableciendo las bases de su desarrollo cognitivo.
La historia de la humanidad podría entenderse como una continua manifestación de nuestra curiosidad colectiva, desde las primeras migraciones fuera de África hasta la exploración espacial. Sin este impulso innato por descubrir lo desconocido, es probable que nuestra especie no hubiera alcanzado el nivel de desarrollo tecnológico, científico y cultural que caracteriza a las sociedades contemporáneas. Visualmente, la síntesis de esta afirmación sobre la historia de la humanidad la encontramos en «2001: Una Odisea del Espacio» de Stanley Kubrick, en la escena al final de la secuencia inicial titulada «El Amanecer del Hombre». Un grupo de homínidos ha sido influenciado por un misterioso monolito negro. Uno de ellos descubre que un hueso de un esqueleto animal puede ser utilizado como herramienta y arma. Exultante, lo lanza al aire. Mientras el hueso gira en su trayectoria ascendente, en un icónico corte, la imagen se transforma en una estilizada nave espacial orbitando la Tierra millones de años en el futuro. Esta brillante elipsis es, en nuestra opinión, una de las más audaces del cine, porque en un solo corte, Kubrick salta millones de años de evolución humana. Conecta visual y temáticamente la primera herramienta-arma rudimentaria, símbolo del inicio de la inteligencia instrumental y la violencia organizada, con los logros más sofisticados de la tecnología humana en la era espacial. Sugiere un linaje directo entre ese primer acto de ingenio (y agresión) y el futuro de la humanidad, condensando toda la historia tecnológica intermedia en ese instante. Es una afirmación visual sobre cómo ese primer descubrimiento puso en marcha una trayectoria que llevaría a la humanidad a las estrellas, con todas las implicaciones que ello conlleva.
Ahora bien, ¿cuáles son los elementos claves de una curiosidad «auténtica»? Pensemos, por ejemplo, en la figura de un naturalista como Charles Darwin durante su viaje a bordo del Beagle. Su minuciosa observación de la flora y fauna en lugares remotos, como las Islas Galápagos, no estaba guiada inicialmente por un «objetivo predefinido» o una tarea específica impuesta desde el exterior, como podría ser el caso de una inteligencia artificial a la que se le asigna analizar un conjunto de datos para una finalidad concreta.
La curiosidad de Darwin era un impulso intrínseco que lo llevaba a explorar lo desconocido y a formularse preguntas fundamentales sobre la asombrosa diversidad de la vida: ¿por qué estas variaciones sutiles pero significativas entre los picos de los pinzones de islas adyacentes? ¿Qué fuerzas daban forma a la miríada de criaturas que encontraba? Este «afán de saber» no buscaba una recompensa inmediata o la solución a un problema práctico urgente, sino la comprensión profunda de los mecanismos de la naturaleza.
Fueron incontables horas de observación paciente, recolección meticulosa y reflexión solitaria, donde las preguntas surgían orgánicamente de la interacción directa con el mundo y llevaban a nuevas preguntas, en un ciclo autoalimentado. Es este tipo de exploración abierta, donde la dirección de la investigación puede cambiar en función de un hallazgo inesperado y donde la motivación principal es la pura necesidad de entender, la que a menudo conduce a los descubrimientos más transformadores.
Una inteligencia artificial puede ser diseñada para explorar vastos espacios de posibilidades y descubrir novedades dentro de un marco (por ejemplo, nuevos materiales o configuraciones proteicas), pero opera, por lo general, dentro de parámetros y funciones de recompensa definidas por sus creadores. La curiosidad de Darwin, en cambio, no estaba optimizando una función de utilidad conocida de antemano; estaba impulsada por una necesidad interna de comprender el mundo en sus propios términos, un motor que ha sido fundamental para el avance del conocimiento humano tal como su texto lo describe.
Todas estas habilidades humanas son fundamentales en escenarios que requieren comprensión profunda, adaptabilidad, interacción social significativa y toma de decisiones éticas o estratégicas complejas.
El debate sobre el futuro de la inteligencia artificial y su relación con la humanidad es amplio y abarca múltiples escenarios, desde la colaboración y el aumento de las capacidades humanas hasta preocupaciones sobre el control y el impacto socioeconómico.
Nuestra fortaleza como humanos radica en reconocer y cultivar estas capacidades humanas, al tiempo que se comprende cómo la inteligencia artificial puede complementar y potenciar el trabajo humano en tareas específicas, en lugar de ver la relación únicamente en términos de sustitución o antagonismo.
Etiquetas: inteligencia humana, conciencia, inteligencia artificial, creatividad Genuina, curiosidad auténtica
José López Ponce & Kaira, 15 de mayo, 2025